Excelentísimo Señor Presidente de la Xunta de Galicia, Excelentísimas autoridades, Señores miembros del Patronato de la Fundación Santiago Rey Fernández-Latorre, Excelentísimo señor embajador cerca de la Santa Sede. Querido Paco Vázquez, Señoras y señores:
Poucas cousas engaiolan máis aos seres humanos que ver as pegadas dunha vida coherente ao servizo dos demais. Cada vez é menos doado atopar persoas así, e menos na política, que hoxe, por desgraza, vive días de dramático descrédito. Pois ben, o gañador da cincuenta e unha edición do Premio Fernández Latorre é un deses raros políticos cunha folla de servizos coherente, de mérito e aplaudida por xentes de todo o abano ideolóxico. Para chegar ata aí, penso que Francisco Vázquez, o noso vello amigo Paco de tantas décadas de traballo veciño, baseouse en tres alicerces: a fidelidade ás propias ideas, no seu caso as socialdemócratas; a imaxinación creativa (e aí están, en pé e con éxito, os moitos proxectos saídos do seu maxín); e o compromiso constante con Galicia e con España. Todo iso feito sempre dende un dos máis fermosos xeitos de ser galego, que é o ser coruñés.
Resulta casi ocioso que yo recuerde aquí, en Galicia, la trayectoria de Francisco Vázquez. Y más vano todavía es que lo haga en su querida ciudad de La Coruña, donde fue alcalde durante 23 años y con seis mayorías absolutas. El suyo ha resultado un caso singular en la historia del municipalismo democrático español. Tal era la sintonía del alcalde con los coruñeses, que, si me permiten por un instante la licencia del humor, se diría que solo un pequeño milagro, una llamada al Vaticano, pudo lograr que Francisco Vázquez dejase el despacho de María Pita.
El hoy embajador cerca de la Santa Sede se define como «un político de obras y hechos», poco afecto a los cargos orgánicos. Pero la evidencia de su talento le ha llevado a ocupar muchos puestos relevantes, en cuyo desempeño siempre concitó raras unanimidades. Ha sido diputado, senador, secretario general de los socialistas gallegos, presidente de los alcaldes españoles y ahora diplomático en la más antigua de las embajadas de España. Vázquez siempre ha sabido ver más allá de lo local, que a veces puede caer en lo parroquiano y hasta en lo excluyente, como nos recuerdan en Galicia decepcionantes y todavía recientes experiencias.
Francisco Vázquez entendió que una de las mejores maneras de ayudar al desarrollo de Galicia era mejorar La Coruña. Tomó las riendas de una ciudad con el ánimo mellado tras serle retirada la capitalidad de Galicia y acertó a reinventarla, a dibujar para ella un futuro ilusionante. Hoy, según todos los estudios económicos, el área metropolitana de A Coruña lidera el desarrollo gallego, una realidad que para desgracia de Galicia no han sabido atender los sucesivos gobernantes de la Xunta, que no acaban, tampoco ahora, de dar a la ciudad medios y pista libre para que corra aún más y mejor.
Hablaba antes del compromiso ideológico de nuestro premiado. El suyo no es uno de esos socialismos cosméticos y sin huella, hoy tan al uso. La siembra de Francisco Vázquez lleva lustros dando cosechas tangibles de cohesión y justicia social: A Coruña cuenta con una malla asistencial única en Galicia; su red de bibliotecas suscita la admiración y la curiosidad de ciudades españolas punteras; sus museos científicos son vanguardia. Además, quiero destacar su temprana y pionera sensibilidad ecológica, sin duda azuzada por el accidente de Bens y los sucesivos naufragios de los petroleros, buques de alto riesgo que todavía hoy descargan en pleno corazón de la ciudad, a la espera de que se culmine el imprescindible Puerto Exterior de Langosteira.
Francisco Vázquez se define como ciudadano del mundo. Yo creo que lo es, pues sabe transitar de lo particular a lo universal. Así lo prueban los pasos ejemplares que ha sabido dar por su ciudad, por Galicia y por España. En los días de la Transición, cuando muchos compartíamos las esperanzas e inquietudes del mejor galleguismo, Francisco Vázquez se enfrentó a los dirigentes de su partido en Madrid para defender a Galicia frente al que se dio en llamar «o Estatuto da aldraxe». Nuestro premiado de hoy fue uno de los artífices de que Galicia consiguiese un autogobierno de primer nivel. Pero con idéntico rigor, también ha sabido señalar las líneas rojas cuando las fuerzas centrífugas amenazan la idea de España. Antes y ahora, ha asumido el envite de poner su conciencia y su coherencia ideológica por delante de las coyunturas cortoplacistas de sus siglas.
He evocado en un boceto rápido la trayectoria de Francisco Vázquez y nubla ahora mi ánimo una cierta nostalgia de otra política y de otra esperanza. Asistimos con desasosiego y anonadados al desprestigio de las instituciones políticas y al bochorno de la corrupción, en general, en todos los partidos políticos. Empieza a escucharse en la vida pública una excusa tan nociva como esa que viene a decir «yo también robo, pero menos que tú».
Camino de los cuatro millones de parados y en serio riesgo de cerrar el año con un déficit público próximo al 10% , los grandes partidos españoles se ensimisman en sus propias cuitas. El Gobierno improvisa parches que hasta ahora no dan fruto alguno. La oposición incumple su tarea de aportar una alternativa, sumida como está en su propio marasmo interno. Los cargos públicos, que deben ser ejemplares a la hora de respetar el marco que todos nos hemos dado, llegan al extremo de animar revueltas contra decisiones de las más altas magistraturas, como hemos visto en Cataluña, a la espera de la retrasadísima sentencia del Constitucional sobre el Estatuto. El modelo de las 17 administraciones se desboca, sin que nadie ponga coto a sus gastos incontrolados, y comienza a percibirse que ante un desafío de las dimensiones de la actual crisis es imprescindible actuar todos a una, lo que no ocurre.
Mientras tanto, nos distraemos con lo accesorio. Los dirigentes del fútbol siguen teniendo bula ante la ley, pues la Administración tolera sus desmanes en nombre de un nefasto populismo. España, como antaño, no inventa, produce poco industrialmente y se está quedando rezagada en la naciente sociedad de la información. Todo ello sucede ante el clamoroso silencio de una sociedad civil adormecida, o tal vez ya desganada ante el nulo eco que reciben sus quejas en los poderes públicos, a pesar de que son unas reclamaciones casi siempre dictadas por el sentido común.
Muchos de los retos que afronta España se agudizan en Galicia. También aquí el localismo se convierte en una rémora preocupante. Lo prueba el nuevo escenario que puede abrirse ante nuestras cajas de ahorro. Por resabios localistas, personalismos, y por un centralismo de nuevo cuño, no se piensa en el interés común de Galicia y se pretende incluso ignorar las realidades objetivas de las dos entidades. Las fechas apremian, y si seguimos siendo incapaces de alcanzar un gran acuerdo para defender lo nuestro, existe el riesgo serio de que pasemos a la historia como la generación de gallegos que permitió el final de Fenosa, el paso de Endesa a manos italianas y ahora, la desaparición de las cajas. Demasiadas muertes para nuestra historia.
En Galicia, como en España, nos falta un modelo. ¿En qué queremos destacar? ¿De qué queremos vivir? ¿Se están dando a los empresarios, los creadores de empleo, las facilidades productivas que demandan? ¿Cómo es que todavía no hemos alcanzado un pacto por el territorio que permita poner coto a lo que ha sido un urbanismo hórrido y al estrago constante de nuestra increíble riqueza natural? ¿Cómo es posible que se emplee el idioma gallego como arma arrojadiza hasta provocar el rechazo y la desunión? Si queremos conquistar el futuro, ¿tiene sentido recortar el presupuesto de nuestras universidades más de un 2%, cómo acaba de ocurrir? ¿Es razonable restar en la educación de las generaciones futuras y seguir adelante con el paradigmático sin sentido del Monte Gaiás?
Créanme, no pretendo ser agorero ni jugar a enfant terrible. Mi función no es más que intentar ser notario de la realidad. Pero no puedo terminar mis referencias a la situación de Galicia sin alertar, una vez más, de que tenemos sobre nosotros un gravísimo problema demográfico. Si no se invierte la tendencia se pondrá en entredicho a largo plazo la propia viabilidad de Galicia como país.
Vuelvo a Francisco Vázquez, cuyo talento aún guardaba una sorpresa que se ha destapado hace relativamente poco: su faceta de articulista, que han podido disfrutar los lectores de La Voz. Son unos textos eruditos, y siempre con una moraleja aguda, que busca el sabor del clásico Esopo. Son los escritos de un hombre muy leído, que cuando ve una película de su amado John Ford acierta a vislumbrar tras los parajes del Far West los lejanos ecos de las tragedias griegas de Esquilo. Trágicos son también los tiempos que nos toca vivir, con una recesión como no recordábamos y un mundo que le va a hacer la vida muy complicada a las generaciones venideras. ¿Qué tarea le queda a un editor en este entorno de ruido y furia? Solo seguir siendo fiel a mi título, La Voz de Galicia, continuar contando el mundo del mejor modo posible e intentar, como siempre, ser la conciencia crítica del poder; de todo poder.
Llevo casi 50 años en la nómina de La Voz y sigo creyendo en la absoluta vigencia del buen periodismo. Pero los hechos hablan más que las palabras. En un mercado en el que hay una clara inflación de cabeceras sostenidas artificialmente, acabo de firmar la adquisición para La Voz de una nueva rotativa y un nuevo cierre y he aprobado la ampliación de nuestra planta de impresión, que será así la más avanzada de España. Además, estamos desarrollando nuestro proyecto de televisión, relanzaremos Radio Voz y vamos a redoblar nuestra apuesta en internet. La Voz del siglo XXI sigue caminando. Suele decir Francisco Vázquez que él es hombre de pocas convicciones, pero muy firmes. Lo comparto. La mayor de las mías se llama Galicia. Y ahí nos encontraremos siempre.
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